Juan Alonso
Gestor Cultural
Trans: ¿ser o sentir?
A propósito del debate -o no debate- de la ley trans, pienso que si el ser humano ha sabido trascender a su naturaleza evolutiva volando sin tener alas; o si incluso somos capaces de alterar el clima global sin el don de modificar las leyes orbitales de los ciclos de Milankovitch, quizá no sea tan descabellado que podamos trascender al mandato (X-Y) de nuestra genética, si así lo queremos, y exigir ser un varón siendo mujer, o viceversa.
Desde esa perspectiva todopoderosa, nuestro solo sentir (yo me siento así, luego así soy) se con vierte en un instrumento capaz de mover montañas. No ya en un ejemplo, sino en la prueba definitiva de un supremacismo de especie que nos equipara a los dioses y deja en ridículo por igual la prédica de los curas, las proclamas de Simone de Beauvoir o las teorías de Darwin.
Quizá por eso la ley trans levanta ampollas entre colectivos de toda índole: para los inmovilistas perturba las estructuras sociales tradicionales construidas sobre los roles de género patriarcales; para el feminismo histórico, porque la ideología no binaria debilita el empoderamiento de la mujer como sujeto político, diluyendo su lucha en medio de una terminología circunloquial que la incluye en el saco impreciso de las “personas con vulva”, del mismo modo que yo, como varón, paso a formar parte registral de las “personas con pene”.
Desde la perspectiva del racionalismo este asunto también levanta sarpullido, porque eso de que seamos según nos sintamos prioriza lo subjetivo (el sentimiento y el deseo) sobre la objetividad incontestable del dato; en este caso del cromosoma, algo impropio del conocimiento científico. En definitiva, todo patas arriba. El “ser… o no ser” del príncipe de Dinamarca corregido por el verso suelto de “sentir… o no sentir”, y con ello, dramaturgos y poetas también a la gresca.
Tengo la impresión de que la tramitación de una ley benéfica y necesaria como esta merece una pausa para el debate y el matiz, sin urgencias, porque conlleva la alteración de códigos e identidades colectivas hasta el punto de que, según la filósofa feminista-socialista Amelia Valcárcel -miembro del Consejo de Estado-, ha provocado “un aumento del 4.000% de adolescentes y niños que dicen ser trans”, lo cual constituye, inequívocamente, una anomalía social.
Lo que está sucediendo es ciertamente un fenómeno revolucionario, no ya porque un colectivo ciudadano adquiera libertades y acceda a nuevas cotas de normalización social, cosa siempre inaplazable, que ya ha pasado otras veces con comunidades raciales, por ejemplo. Lo es porque reconoce a las personas el derecho jurídico a ser lo que sientan ser por encima de las leyes naturales, que dictan lo que biológicamente somos. Y eso sí es definitivamente transformador.
Si finalmente puedo ser reconocido por todxs según mi propia percepción, me ilusiona saber que tras las crisis de los 50, si un día me siento pletórico por un subidón de adrenalina -de hormona en definitiva-, puedo exigirle al mundo que reconozca mi derecho a retrasar 20 o 25 años la fecha de mi nacimiento en el Registro Civil. Dejaré de ser un varón que, en su primera madurez, se siente como un mozuelo. Seré sobre el papel, y a todos los efectos, un señor maduro de 25 años con derecho al bono joven.
Desde esta heterosexualidad convencional que me identifica como un señor al uso tendré que aprender a reconocerme en esa cosa extraña que llaman “personas con pene”. Denme explicaciones y debate. Quiero entender para seguir profundizando en el desarrollo social y en las libertades de todxs; y si finalmente hay que infringir alguna norma natural o divina para que todo el mundo quepa, pues lo hablamos.