Juan Alonso
Gestor Cultural
El interés que mueve montañas
En nuestro imaginario colectivo hay palabras mal vistas, como «interés». Si a la hora de hacer algo media el interés, automáticamente queda descalificado el actor -e incluso la propia acción- aunque el interesado haya puesto todo su buen hacer en el empeño y en su ejecución. Para el común denominador social, actuar desde el provecho resulta miserable porque lo canónico es hacer las cosas sin interés alguno, y en consecuencia de forma mediocre, con el uso de no más de tres o cuatro de los cinco sentidos.
Así nació la devoción, el espíritu de servicio, el altruismo… y todos esos enredos del desinterés que emplean los interesados en acceder sine die el paraíso terrenal, en ascender dentro del escalafón de lo público o del entorno social, o en relajar esa parte de la conciencia que de vez en cuando nos llama egoístas sin razón, porque los realmente enfermos de sí mismos suelen carecer de conciencia alguna que les pida cuentas.
Yo creo por contra que sin interés no se mueven montañas, ni se habría inventado nada realmente grande de cuanto conocemos. Reivindico el interés -la confluencia de intereses, si hablamos de causas colectivas-, para dejar en evidencia a los farandularios de beneficencias y filantropías, porque la motivación es consustancial al desarrollo personal, y sin interés ni reciprocidad solo existen dádivas pusilánimes y favores y cosas de poco fundamento.
En este sentido, me gustaría que en épocas de campañas electorales los/as candidatos/os nos confesaran sus intereses legítimos más reservados: su deseo de realización personal, su necesidad de satisfacer ciertas pulsiones de mando, alguna vocación erótica de liderazgo, la sana necesidad de reconocimiento público…; o qué se yo, por ejemplo, la conveniencia de huir hacia adelante en uno de esos momentos de la vida en que el entorno se vuelve menguante. Sería humano y sincero desplegar una carta íntima de revelaciones como prólogo al mitin, creo yo en épocas electorales.
Por contra, hay palabras comúnmente sobrevaloradas, como el adjetivo «incondicional». Si amas o actúas sin condiciones, abnegadamente y sin esperar correspondencia, lo tuyo es de diez. La incondicionalidad es propia del amor de madre, del mártir que se inmola por una causa heroica o del amante alienado que no espera nada a cambio de su entreguismo barato; de distintas formas de fanatismo, en cualquier caso. La incondicionalidad es un modo de sacrificio viciado en origen, propio de quien nada espera; ni el amor, la recompensa o la lealtad, que por ofrecer, toda persona merece.
Propongo desconfiar de quien no nos ponga condiciones, de quienes nos ofrezcan su dedicación incondicional sin un precio justo. Propongo la rehabilitación de cuanto significa actuar movidos por el interés más personal y sus condiciones correspondientes. Propongo creer a cuantos honestamente nos hagan sus propuestas declarando públicamente la conveniencia íntima que los anima, porque es legítimo y virtuoso -y compatible con la honradez- ser capaz de expresar el interés individual por cuanto se hace y se asume, incluso en elecciones.