Juan Alonso
Gestor Cultural
Cuarta edad
Durante las fechas familiares que acabamos de dejar atrás, muchos de nosotros hemos vuelto a practicar la convivencia con nuestros mayores. Con ello hemos tenido la oportunidad de volver a reflexionar sobre lo que son y sobre lo que nosotros seremos; sobre el modo en que la historia explicará en el futuro su contribución a este presente inquieto de usar y tirar.
Tengo la intuición de que cada tres o cuatro generaciones -lo que más o menos coincide con cada siglo- una de ellas se queda en la cuneta. Si no es por una guerra infame o por una pandemia que se ceba en los más achacosos, lo es por un salto tecnológico como el digital, una nueva comprensión global e inabarcable del mundo, o una normalidad demasiado relativa y compleja para ser aprendida en el tramo final de una larga vida.
Percibimos la vejez como una amenaza; la nuestra futura, y la presente de quienes nos precedieron. En una sociedad cada vez más longeva, el ritmo de la época aparta a la vía muerta de la obsolescencia a la población de cuarta edad, a la generación viva menos apta para el nuevo ecosistema, con menos capacidad de producción y de consumo. Cada vez que el entorno tecnológico y de valores dominante se revoluciona, las personas viejas acentúan sus dependencias hasta convertirse en algo fastidioso para nuestro estilo de vida de narcisos.
«¿Qué hacer con nuestra generación octogenaria, más allá de construir campos de refugiados residenciales o negociados ministeriales especializados en viajes de saldo fuera de temporada?»
Cuando de pronto los tiempos cambian que es una barbaridad, ¿qué hacer con nuestra generación octogenaria, más allá de construir campos de refugiados residenciales o negociados ministeriales especializados en viajes de saldo fuera de temporada? Los bancos, por ejemplo, lo han tenido claro enseguida: ignorar que existen como personas y dificultarles el acceso a lo que es suyo. Menudos indeseables los bancos.
Que los conocimientos pretecnológicos y muchos de los valores antepasados de nuestros ancianos ya no sirven para explicar el mundo es tan cierto como que yo, a mi futura vejez, veré también desfilar los fantasmas de mi obsolescencia bajo la incomprensión algorítimica de la inteligencia artificial y la domótica de los cuidados.
Aquello de que la vejez es sabiduría no deja de ser un tópico bienintencionado que requiere una respuesta honesta. Nuestros viejos ya no son los sabios de la tribu, pero son depositarios de la autoridad moral que otorga la vivencia. Mira que te diga: cuando yo sea viejo espero habitar un promontorio apacible; un observatorio desde donde ver venir los tiempos con el espíritu escéptico y burlón de lo ya vivido, y si puede ser, con la decisión de mi vida en las manos.